ABC de los padres separados

Por el Dr. Eduardo José‚ Cárdenas, ex juez de familia,
con la colaboración del Juzgado Nacional de 1° Instancia en lo Civil N° 9.

INTRODUCCIÓN:

Los padres podrán dejar de vivir juntos, pero siguen siendo padres para siempre.

Cuando los esposos se separan ya han sufrido mucho, y no ven probabilidades de cambio. Por lo general uno toma la iniciativa final, pero los dos saben que la convivencia los está destruyendo, y que también está perjudicando gravemente a los hijos.

La separación puede abrirles caminos nuevos, como personas y como padres. Lo que más resalta al principio son las exigencias y las dificultades, pero luego aparecen proyectos, energías, capacidades y aptitudes que estaban bloqueados.

En cuanto a los hijos, como la unión entre los padres les da seguridad y confianza, muchas veces rechazan la ruptura y ésta les causa un hondo y prolongado sufrimiento. Pero si con la separación se disipa el clima de tensión o de abierta pelea, los padres tienen la posibilidad de entablar con sus hijos una relación más íntima y afectuosa, de guiarlos con mano más firme y segura y de fijarles límites más claros.

Poder hacerlo depende de cómo evolucione la disposición interior y la actitud de los padres hacia los hijos y entre sí después del rompimiento. Pero es importante que lo logren, porque los padres podrán dejar de vivir unidos, pero siguen siendo padres para siempre. He aquí el principio básico.

Buenos o malos, cariñosos o fríos, protectores o indiferentes, el padre y la madre serán los únicos que el hijo tenga y sus comportamientos tendrán una estrecha relación con el futuro del hijo.

Es preciso entonces que el padre y la madre vayan superando, al menos en la medida de lo posible, los problemas más importantes que a menudo plantea la separación.

En efecto, el rompimiento de la pareja puede estar acompañado de dificultades y de sufrimientos: de angustia y depresión, rencor y rabia, sentimientos de haber sido traicionado, abandonado, despojado y humillado; dificultades económicas, a veces súbitas y catastróficas, que no dejan dormir; alejamiento de parientes y hasta de amigos íntimos; torturadas relaciones con quien fue la pareja. Y tantas cosas más…

Todo ello crea complicaciones que repercuten en los hijos. Problemas que hoy en día son muy comunes y que han sido estudiados. Pero muchos padres separados no tienen posibilidad de ponerse en contacto con personas que hayan experimentado y superado tales dificultades o con profesionales idóneos que los asesoren.

Este ABC ha sido escrito por una persona que fue juez de familia durante veinte años, y su equipo. Han atendido a muchísimas parejas separadas, y hablado con sus hijos. Sintetizan aquí en tres puntos los elementos básicos para que los padres puedan guiarlos y educarlos bien. El orden de los puntos es arbitrario; todos son igualmente importantes.

LA LETRA A

Después de la separación, es fundamental que los padres logren una mínima relación de diálogo y colaboración, centrada en el hijo.

El proceso educativo después de la separación

Los padres saben que educar a un hijo es formar un hombre o una mujer maduro para el amor y para el trabajo. Que tenga la capacidad de entablar relaciones estables y fructíferas en la amistad y en la relación de pareja. Que sea un buen padre o una buena madre, si tiene hijos, y que pueda hacerse responsable de las generaciones siguientes. Que sea valioso y pueda sentirse apreciado en la actividad que realice, cualquiera sea.

Dicho en otras palabras: educar a un hijo es ayudarlo a emanciparse, a ser a la vez personal y solidario, libre y cuidadoso de los demás, creativo y comunicado con el resto.

Los hijos de padres separados tienen que ser educados para poder emanciparse antes que los otros. Esto pueden lograrlo siempre que tengan un padre y una madre que les den afecto, los guíen y les pongan límites, y que los actos y decisiones que les atañen sean motivo de diálogo, acuerdo y colaboración entre los padres.

Para que esto sea posible…

Para que esto sea posible, en primer lugar los padres deben observar una conducta coherente con la separación. Esto no significa que los ex-cónyuges no puedan ayudarse y aun quererse después de la ruptura. Pero, puesto que han debido separarse, cada uno ha de aprender a respetar la privacidad del otro y a no usar a los hijos en un afán de permanecer de algún modo unidos.

Algunos padres, por ejemplo, intentan seguir gobernando las finanzas de la casa en la que ya no viven, y – basándose en la supuesta incapacidad de la madre – entregan el dinero con cuentagotas. De esta manera seguramente mantendrán una dependencia mutua.

Esa misma dependencia es la que algunas madres, a su vez, buscan cuando aparentan no tener autoridad para controlar a sus hijos y requieren una y otra vez la intervención directa del padre, que entonces se hace presente en el antiguo hogar conyugal.

En otros casos, si el padre va a ver a sus hijos dentro de la casa en que ahora viven únicamente con la madre, también fomenta en ellos fantasías de unión… de que nada ha cambiado.

Estos y muchos otros son recursos usados por quienes temen la separación y pretenden mantener el antiguo vínculo, aunque produzca confusión. A los hijos se les hace difícil comprender y aceptar la separación de los padres, porque la conducta de éstos les permite mantener falsas esperanzas. Y en esta incertidumbre les cuesta crecer.

El segundo requisito es que los padres separados comprendan que los dos deben estar presentes en la vida de sus hijos. Y que es imprescindible que mantengan entre ellos un diálogo, aunque sea mínimo, centrado en la crianza y educación.

A veces esto es lo que más cuesta. La separación provoca a menudo un reparto de “papeles”: uno resulta el victimario y el otro la víctima. Para esta última, vengarse y despojar al otro de dinero, de bienes, de amigos, de parientes y hasta del cariño de sus hijos, aparece como lícito.

A menudo un progenitor trata, consciente o inconscientemente, de excluir al otro de la vida de los hijos: les habla mal del otro, o provoca con su tristeza que los hijos se queden en su casa en lugar de compartir tiempo con el otro, o toma decisiones importantes sin consultarlo.

Y lo más grave es que los padres descubren que los hijos son instrumentos eficacísimos para torturarse y castigarse, y todo lo que se refiere a ellos aumenta la discordia. Los medios más bajos son usados: se convierte a los hijos en mensajeros; se los somete a interrogatorios sobre las relaciones afectivas o sexuales del otro progenitor; se los envía a verlo con vestimenta inadecuada… Los ejemplos son infinitos.

Este tipo de relación entre los padres separados afecta muchísimo a los hijos. Genera en ellos sensaciones de desamparo y angustia que les dificulta crecer bien.

Pero todo esto puede ser evitado. La mayoría de las parejas separadas puede comunicarse y actuar de común acuerdo en todo lo referente a los hijos. A veces recurren al buen consejo de alguien experimentado que está dispuesto a escucharlos, o a la orientación y el apoyo de un profesional, y pueden llegar a aclarar sus propios sentimientos, a comprender la situación por la que están atravesando, a prever las conductas nocivas que probablemente adoptarán involucrando a sus hijos, y a sustituirlas por otras más sanas.

Si en un momento dado los padres todavía no son capaces de comunicarse directamente, pueden hacerlo por intermediarios que no están involucrados en el conflicto. Así evitarán que los hijos cumplan la función de mensajeros, tan nociva para ellos.

Con el tiempo, si tienen la voluntad firme y permanente de no perjudicar a los hijos y buscan la ayuda necesaria, los padres encontrarán medios sencillos para hacerles la vida más llevadera.

Los acuerdos y la colaboración

El primero de los acuerdos entre los padres será la forma en que presentarán a los hijos la separación: cuándo les hablarán, quién y cómo. Para hacerlo, quizá necesiten un consejo de alguien más experimentado. Es conveniente también que convengan en cómo informar sobre la separación en los colegios de los hijos. Y el modo de ayudarlos a comentar ellos mismos la noticia a los amigos y demás personas con quienes se relacionan habitualmente. Si todo esto no lo hicieron a tiempo, nunca es tarde para hablarlo y aclarar las cosas.

Un acuerdo muy importante gira en torno de la mal llamada “tenencia” de los hijos. En realidad, a los hijos no se los “tiene”: se convive con ellos y se es responsable de ellos.

Cuando los padres se separan, uno de los progenitores convive con sus hijos más tiempo por semana que el otro. Es común y por lo general beneficioso que sea la madre quien pase más tiempo por semana con los niños menores de cinco años. Pero cuando crecen, otros factores entran en juego y la decisión se hace más compleja. Cada vez es más común, por ejemplo, que los hijos – sobre todo los varones – convivan más tiempo con el padre que con la madre, cuando esta decisión facilita su crecimiento. De todos modos, siempre la decisión debe ser pensada, discutida y convenida expresamente por los padres.

Los padres deberán acordar qué tiempo semanal pasará cada uno de ellos con sus hijos. Hasta cierta edad, muchas veces hace falta fijar días y horas, ya que de otro modo se hace imposible organizar la vida de los chicos. Depende de los padres, del diálogo que exista entre ellos y de la comunicación que mantengan con el hijo, la mayor o menor flexibilidad y amplitud que logren establecer sobre este punto. A su vez los hijos, si tienen edad suficiente, deberían poder expresarse con libertad a este respecto. De lo contrario, muchos chicos sufren a veces durante años, en silencio, situaciones angustiantes, ante el temor de volver a provocar oleadas de ira entre los padres. Con todo, si bien a los hijos se los debe escuchar, las decisiones quedan en manos de los adultos.

Cada progenitor asumirá la responsabilidad de la organización de la vida hogareña durante el tiempo que pase con sus hijos. Esto se refiere tanto a la administración del dinero y a la elaboración de un presupuesto, como a la responsabilidad de ejercer una sana influencia y poner límites durante el tiempo que los hijos conviven con él. El otro no contradecirá sus decisiones delante de los hijos; si la cuestión reviste importancia podrá discutir luego las medidas con quien las tomó.

Otro acuerdo importante – el de los llamados “alimentos” – es el referido a la contribución en dinero para la crianza del hijo. Los gastos que generen los hijos deben ser soportados tanto por el padre como por la madre, en proporción a la fortuna, capacidad laboral y demás circunstancias de la vida de cada uno de ellos.

En muchos casos es inevitable que el nivel de vida baje después de la separación, ya que el progenitor que no vive en el ex-hogar conyugal – por lo general el padre – tiene sus propios gastos. A su vez el otro, usualmente la madre, muchas veces carece de experiencia laboral, y se tiene que enfrentar por primera vez con el mundo del trabajo, en un momento en que también está enfrentando muchos otros problemas graves.

Pero si los padres pueden celebrar acuerdos de buena fe, al menos evitarán que los hijos sufran la angustia de la inseguridad económica. Se ven, por ejemplo, niños pequeños que temen no tener comida para el día siguiente. Otros preguntan a su madre si podrán seguir yendo a la escuela donde están sus amigos, o si también los perderán. O se sienten amenazados por una próxima mudanza.

Si la comunicación es fluida, los acuerdos no permanecerán rígidos. Se irán adaptando a las necesidades de los hijos y a las posibilidades de los padres. Tanto el tiempo de convivencia semanal de cada progenitor con sus hijos como la contribución en dinero variarán con la edad de aquellos y otras circunstancias. Los acuerdos de buena fe crean en la familia un clima de estabilidad y una flexibilidad que permite acompañar el crecimiento y los cambios en la vida de todos.

Si es posible, las zonas de diálogo se extenderán a los colegios, los deportes, los amigos, etc. Es importante también que los padres se comuniquen mutuamente los cambios que observan en sus hijos. Muchas veces éstos muestran aspectos diferentes a cada progenitor. Dialogar sobre los cambios les ahorrará dolorosísimas sorpresas, en especial cuando los chicos lleguen a la adolescencia.

Frecuentemente, los hijos de padres separados están muy unidos entre sí. Este espíritu de ayuda y protección mutua entre los hermanos es muy importante para la evolución de cada uno de ellos y para la familia como un todo. Pero los cambios que trae toda separación hacen surgir también conflictos por una nueva distribución de las funciones y de la autoridad, y se producen situaciones de celos y enfrentamientos. Los padres tienen que estar atentos: estos problemas, dentro de lo posible, han de ser hablados por los padres entre sí y con sus hijos, para que no se pierda el impulso positivo que se mencionó.

De la calidad del diálogo, de los acuerdos y de la colaboración dependerá la calidad de la vida de los hijos y de los padres.

LA LETRA B

Después de la separación, es importante que el padre esté muy presente en la vida de sus hijos.

Los hijos necesitan del padre. ¿ Qué pasa si está ausente?

Es común que se piense que los hijos precisan de la madre. Pero a veces se olvida que la figura del padre es igualmente importante. Este es el punto crucial de la separación: un padre cuya figura resulta borrosa para el hijo retrasa su evolución, lo lleva a imaginarlo como un “héroe” o como un “villano” y le impide adquirir una adecuada confianza en sí mismo y una buena integración de su identidad. Esto tiene graves repercusiones que se pondrán de manifiesto en la adolescencia.

La función paterna es asumida a veces por un abuelo, un tío o la nueva pareja de la madre. Pero el padre sigue siendo el padre, y si está ausente no le dejará al hijo un modelo que, en su momento, le permita llegar a ser un buen padre él mismo.

La convivencia del padre con los hijos

Ya hemos dicho que, cuando los padres se separan, por lo general uno de ellos convive más tiempo con los hijos que el otro. Al primero se le adjudica la mal llamada “tenencia” y al otro el peor llamado “régimen de visitas”. En realidad, cada uno de ellos pasa con sus hijos más o menos tiempo, durante el cual influye directamente sobre su crianza, educación y crecimiento.

Muchas veces es el padre varón quien convive menos tiempo con sus hijos. Ese tiempo es el núcleo de su comunicación, y es también una fuente insustituible de satisfacciones. Para muchos hombres, que antes de la separación eran indiferentes hacia sus hijos, esa convivencia constituye el mejor momento de la semana.

Con todo, se trata de una experiencia difícil y nueva dentro del marco de la vida familiar. Ni los adultos ni los chicos están acostumbrados a ella. Exige a veces dedicación, paciencia e imaginación.

Muchos padres rehuyen ver a sus hijos porque esos momentos están acompañados de dolor y frustraciones. Les cuesta acercarse a la casa donde han vivido y donde ahora tienen que ir a buscar a sus hijos. El encuentro con la ex mujer (y a veces con los ex suegros) puede dar lugar a una situación de tirantez, provocando discusiones y enfrentamientos, y hasta la misma presencia de los hijos revive situaciones y recuerdos penosos.

Otros padres, que no renuncian al contacto con sus hijos, tienen sin embargo la dificultad de retirarlos de la casa en que viven junto a la madre, y prefieren permanecer allí durante algunas horas. Esta actitud demora una sana aceptación de la ruptura tanto por parte de los padres como de los hijos, y alimenta en todos fantasías de reconciliación que no están de acuerdo con la realidad que la familia está viviendo.

Otro riesgo es que a pesar de sus buenas intenciones el padre se convierta en:

  • el deprimido, que deprime a sus hijos;
  • el que se siente abandonado e implora tácitamente que los hijos lo protejan;
  • el furioso que habla mal de la madre;
  • el inquisidor que pregunta a sus hijos sobre la vida del otro;
  • el que se siente culpable de la separación y pide a sus hijos el perdón que ellos no le pueden dar;
  • el de la conducta adolescente, que prueba una mujer distinta cada tantas semanas e involucra a sus hijos en la relación.

Todas estas dificultades son comprensibles, pero los padres por el bien de sus hijos tratarán de superarlas y enfrentarán las situaciones de conflicto. Para ello, si es necesario, podrán buscar ayuda en quienes hayan hecho la experiencia con éxito, o en el consejo de un profesional.

No se trata sólo de divertirse…

El padre que convive menos tiempo con sus hijos, por lo general lo hace durante el fin de semana y las vacaciones. Al no haber obligaciones, se piensa que es un tiempo de esparcimiento y diversión, y sin duda que lo es.

Pero esto no es lo más importante. El padre puede aprovechar este tiempo libre para tener con sus hijos un diálogo más profundo, y para intervenir activamente en la parte educativa. Su comunicación con los hijos se hará más íntima, hasta llegar a compartir muchos aspectos nuevos. Aprenderá a cambiar los pañales del bebé; hablará a solas con su hija; tendrá con el adolescente un diálogo especial y privado; se ocupará de la educación sexual del hijo varón, etc.

Para todo esto, es muy importante que el padre tenga un lugar en su casa, aunque sea muy modesto, destinado a sus hijos: éstos deben sentir que esa también es “su casa”, aunque pasen en ella menos tiempo que en la otra.

No existe un “padre de fin de semana”. El que convive menos tiempo con el hijo, no por eso puede dejar de lado otro tipo de tareas. El también deberá acompañar a sus hijos al pediatra o a la psicopedagoga, hablará con la maestra o el profesor, asistirá a las reuniones escolares, de catequesis, etc., o a la eventual terapia psicológica del hijo. La presencia del padre en el colegio, el consultorio o la parroquia, jerarquiza esos lugares y hace que el hijo aproveche mucho mejor la tarea de los profesionales encargados de enseñarle, de curarlo, etc.

En resumen: el progenitor que convive menos tiempo por semana con el hijo de ninguna manera influye menos que el otro en su crianza y educación, ni es menos responsable que el otro.

¿ Qué significa la contribución en dinero para la vida del hijo?

Como ya se dijo, los gastos que generen los hijos deben ser soportados tanto por el padre como por la madre, en proporción a la fortuna, capacidad laboral y además circunstancias de la vida de cada uno de ellos. Al padre varón, que muchas veces convive menos tiempo con sus hijos, a veces le cuesta asumir plenamente esta responsabilidad. La separación aumenta mucho sus propios gastos y nota menos las necesidades que se viven en la otra casa. Por este motivo – al cual se añade en ocasiones el deseo de castigar a su ex pareja – no pone todo el esfuerzo en mejorar la situación.

El hijo debe sentir que el padre lo quiere, tanto por el tiempo que pasa con él, como por el compromiso con que asegura su desarrollo y educación, a través de una contribución en dinero.

Si las dos cosas faltan, el hijo se siente abandonado. Pero aun aquel hijo que convive parte del tiempo con el padre, se resiente psicológicamente si éste no ayuda a mantenerlo. Por eso, también el padre que atraviesa un momento crítico en el área laboral, debe colaborar todo lo que pueda, aun si la madre está en buena posición o tiene un trabajo mejor remunerado. La madre, por su parte, debe hacer saber siempre a sus hijos el aporte del padre y el esfuerzo que significa para él.

Resumiendo: el modelo de un padre que, a pesar del esfuerzo que implica, cumple con los aspectos expuestos, servirá a los hijos como modelo, a pesar de la separación, para construir en el futuro su propia familia sobre una base de amor y responsabilidad.

LA LETRA C

Después de la separación, es importante que la madre acepte el desafío que se le plantea y encuentre un nuevo punto de equilibrio.

La relación entre la madre y sus hijos: ¿qué riesgos afronta ahora?

La ruptura trae problemas especiales, que exigen de la madre una mayor lucidez y espíritu de lucha para cumplir dos tareas importantes. La primera – sobre todo cuando es ella la que convive mayor tiempo con los hijos- es crear un clima propicio donde ellos puedan crecer con confianza, sin angustia, inseguridad o tristeza.

Pero muchas veces no puede responder a tanta exigencia. Es común que se deprima, ya que toda separación implica una profunda pérdida. A esta herida en la autoestima puede sumarse una sensación de soledad, de desubicación social y de desamparo económico. Su tristeza afectará la relación con sus hijos.

Puede ocurrir entonces que alguno de los hijos se transforme en el protector de la madre, o que ocupe el lugar del padre ausente; a veces dormirá con ella, la suplirá en la conducción de las tareas del hogar y en la educación de los hermanos, la aconsejará en las decisiones a tomar, la criticará por sus vacilaciones, etc. La madre puede convertirse en la hermana, la hija, la novia o la socia de sus hijos. Si esta situación se hace crónica, inhibirá la evolución normal de ellos, porque llevarán una carga desproporcionada a su capacidad.

A veces la soledad puede transformarla en una madre sobreprotectora, en especial si tiene un solo hijo. Se llena de miedos exagerados, los racionaliza y arma sobre ellos la vida del hogar. El chico es malcriado e incapaz de alcanzar una progresiva independencia.

O quizá la madre vuelva a ser hija antes que madre, y se refugie y delegue sus funciones en sus propios padres. Los abuelos maternos, en vez de intentar tenerla nuevamente como hija y suplirla en su función de madre, deberán apoyarla para que pueda desempeñarla adecuadamente.

Las situaciones descriptas son nocivas y contraproducentes para los hijos, porque conspiran contra su emancipación futura. Cuando la madre advierte alguna distorsión, seguramente sabrá recurrir al consejo o apoyo profesional. Si el padre en ese momento está bien presente en la vida de sus hijos, contribuirá a que la situación se atraviese con menores riesgos. Es asimismo importante el papel que en estos casos juegan los otros parientes y las amistades.

La madre no debe ser un obstáculo entre los hijos y el padre

La separación puede dejar un resentimiento muy acentuado, deseos de venganza, sentimientos de haber sido traicionado en la confianza y despojado del afecto.

En el caso de que sea la madre quien sufre estos estados de ánimo, debe tener presente que el padre es el único que sus hijos tienen y que su presencia les es tan necesaria como la de ella.

Es común ver a hijos que odian o desprecian a su padre, como reflejo de la actitud de la madre. No logran acercarse a él. Otros sienten que al relacionarse con el padre, traicionan a la madre. Perciben que ésta en el fondo no les está dando permiso para fortificar ese vínculo y permanecen aliados con ella.

Los sentimientos que sufre la madre son normales pero sus efectos son nocivos para sus hijos. Si la situación se cronifica, probablemente algunos terminarán pegados a ella, sin poder emanciparse, y a la vez odiándola por haberles impedido acceder al padre.

La madre, ante todo, debe estar alerta a las palabras y a la conducta de todos los días: tratará en lo posible de ir eliminando el menosprecio y el resentimiento para no desfigurar la imagen del padre. Poco a poco, procurará reencontrar las cualidades que alguna vez apreció en él y se las comunicará a sus hijos. Así, algunas madres pueden recordar los momentos en que la pareja fue feliz, en que desearon tener esos hijos y se alegraron con sus nacimientos.

Si se esfuerza, la madre podrá dar a sus hijos la imagen del padre real que tienen, con sus virtudes y defectos. A la vez, irá descubriendo los matices de su propia historia personal y la parte de responsabilidad que le cupo en la ruptura. Este hallazgo le servirá para conocerse y madurar como persona.

EPILOGO:

PERDONARSE Y PERDONAR

Ahora, volvamos al principio. Allí se dijo: “La unión entre los padres da a los hijos seguridad y confianza”.

En la pareja malavenida esta unidad se rompe. Cada uno se encierra sobre sí mismo y deja de ver al otro. He aquí la dificultad mayor para poder guiar al hijo en su desarrollo.

Pero los padres separados pueden construir otro tipo de unidad que sirva a sus hijos. Esto no implica una reanudación de la vida en común, sino la búsqueda de una separación sana. La lograrán si son capaces de perdonarse cada uno a sí mismo y perdonarse mutuamente. Será difícil, pero con el tiempo podrán hacerlo. Es la única garantía de que la experiencia vivida, tan dolorosa, les permita un enriquecimiento personal. Y de que sus hijos presencien un buen modelo, a pesar del sufrimiento.

… Y post-epílogo

Cuando alguno de los miembros de la pareja separada forma una nueva unión y la situación se “oficializa”, la estructura familiar se hace más compleja. Esta complejidad aumenta si el tercero o la tercera tiene ya hijos, o éstos nacen de la nueva unión.

La situación puede ser muy enriquecedora, tanto para los grandes como para los chicos. Pero para que esto sea posible, hay que realizar una tarea de adaptación que exige por parte de todos mucho respeto, prudencia y auténtico afecto. A tal punto es así, que hoy en día se recomienda obtener un asesoramiento profesional preventivo para todo el grupo familiar, antes de que se contraigan nuevas nupcias.

En todo caso, habrá que recurrir a toda la madurez de que se es capaz para solucionar las dificultades que afectarán de nuevo todo lo logrado.

Aunque en un primer momento a veces parece utópico, puede aspirarse:

  • a que quien se siente afectado por la nueva unión controle sus impulsos y cuide su propia imagen delante de sus hijos;
  • a que respete la imagen que éstos tienen del otro progenitor;
  • a que los afectos de los hijos sean respetados. La nueva unión no debe perturbar el vínculo que tienen con el otro progenitor. Debe permitírseles seguir su propio ritmo en el acercamiento a la nueva pareja: ni seducciones ni imposiciones. Tampoco debe impedirse, destruir ni obstaculizar tal acercamiento.
  • a que los hijos, que sin duda han percibido la aparición del tercero, puedan hablar sobre esta situación tanto con un padre como con el otro, y no queden entrampados por una doble lealtad: no deben traicionar a uno, pero tampoco deben ocultar los hechos al otro.
  • a que en medio del recrudecimiento del dolor y de los celos, persista entre los padres un mínimo diálogo centrado en los hijos.

Esta comunicación permitirá llegar a nuevos acuerdos muy difíciles: cómo y cuándo los hijos se relacionarán con el tercero que ha aparecido; cómo se modificará el contacto con cada progenitor para adaptarlos a las nuevas circunstancias; cómo se desligarán las relaciones económicas entre los padres separados de las nuevas cuestiones afectivas en juego, con las que inevitablemente se mezclan.

Muchas veces una consulta profesional será útil frente a la complejidad de los problemas por resolver.

Y ahora es recomendable, a modo de despedida, releer todo desde la letra A… o al menos el epílogo.